jueves, 14 de julio de 2011
martes, 28 de junio de 2011
LA REBELIÓN DEL ARTE
1. La imposibilidad subversiva del arte.
El progreso técnico, extendido hasta ser todo un sistema de dominación y coordinación, crea formas de vida (y de poder) que parecen reconciliar las fuerzas que se oponen al sistema y derrotar o refutar toda protesta en nombre de las perspectivas históricas de liberación del esfuerzo y la dominación. (Marcuse, p. 22)
¿Realmente hoy ya no podemos hablar de un arte trasgresor? Sin lugar a dudas la tesis que presenta Herbert Marcuse en su libro El hombre unidimensional plantea una importante problemática para la teoría del arte contemporáneo. Si entendemos, al igual que lo hace el autor, que el sistema capitalista altamente tecnologizado ha generado una “astucia”[1] de dominación en la que cualquier oposición es absorbida por el sistema y finalmente neutralizada, cualquier intento de subversión sería anulado. Se trata de una razón tecnológica que ha devenido a razón política (Marcuse, p. 27), con el objetivo de lograr la homogenización de las diferencias. La máxima racionalidad llevada a la irracionalidad total de la cultura. De forma que la oposición a la ideología se vuelve un objeto de consumo: al ser aceptada la disidencia social por la democracia capitalista como “lucha social” o “izquierda política”, validada por el supuesto pluralismo de nuestra cultura, su negatividad (contra el sistema) es reducida a afirmación capitalista. Así podemos comprar playeras con la cara del Ché, libros anárquicos vía e-bay o chamarras tipo comunistas (con la hoz y el martillo bordados) made in Taiwán, marca Zara. Un panorama terrible.
En ese sentido, para Marcuse, también la “alta cultura” ha perdido su capacidad de diferenciarse de la realidad social ya que se ha incorporado totalmente “al orden establecido, mediante su reproducción y distribución en una escala masiva” (Marcuse, p. 87). Lo ideal (así como lo radical) en arte se ha asimilado con la realidad capitalista, se ha convertido en un instrumento de esta realidad. Si antes las artes se presentaban como la dimensión conciente de la existencia alienada (ya que operaba en el reino de lo idílico), como un medio de sublimación, ahora “las obras alienadas y alienantes de la cultura intelectual se hacen bienes y servicios familiares” (Marcuse, p. 91) a partir de su reproducción y consumo masivos. Si ya nos había hablado Walter Benjamín sobre la pérdida del aura de la obra de arte por su reproductividad técnica[2], Marcuse nos afirma que esta pérdida significa la invalidación de su fuerza subversiva. Ahora todas las obras artísticas, por más reaccionarias o contradictorias que parezcan, pueden coexistir en la sociedad bajo la trampa del “pluralismo armonizador”, cediendo toda su fuerza negativa. Como explica el autor:
Han sido privados de su fuerza antagonista, de la separación que era la dimensión misma de su verdad. Así la intención y la función de esas obras ha sido fundamentalmente cambiada. Si alguna vez se levantaron en contradicción con el statu quo, esta contradicción es anulada ahora. (Marcuse, p. 94)
Parece desquiciado afirmar que en su falta de negatividad el arte más que sublimación del individuo funcionara como represión, como un agente efectivo del sistema. Sin embargo resulta muy difícil de refutar cuando tenemos casos tan claros y conocidos como el muralismo mexicano. Por una parte sus representantes, entre los cuales los más conocidos son Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y José Clemente Orozco, eran todos comunistas autodeclarados, miembros del Sindicato de obreros técnicos, pintores y escultores así como del Partido Comunista Mexicano. Sus pinturas tenían como tema las injusticias sociales, la explotación del obrero y el campesino, la revolución armada así como los vicios de la cultura burguesa. Su postura además era expuesta a través de manifiestos, en donde encontramos declaraciones tan tajantes como que el país se dividía en dos realidades:
de un lado la revolución social más ideológicamente organizada que nunca, y del otro lado la burguesía armada: soldados del pueblo, campesinos y obreros armados que defienden sus derechos humanos contra soldados del pueblo arrastrados con engaños o forzados por jefes militares políticos vendidos a la burguesía. De lado de ellos, los explotadores del pueblo. (Manifiesto, p. 2)
Sin embargo, aún cuando sus obras pretendían ser contrarias al capitalismo burgués, sus propuestas fueron anuladas y revertidas con una frialdad y eficacia excepcional. Debemos de recordar que la mayor parte de los murales fueron encargados por el gobierno mexicano para revestir los muros de los edificios públicos. Así, el muralismo se convirtió en el arte oficial y sus pintores en los representantes de México frente al exterior. Fueron los muralistas, por ejemplo, los que representaron al país en la Bienal de Venecia de 1950. También fueron incluidos en la magna Exposición de arte mexicano que se presentó en París, Estocolmo y Londres de 1952 a 1953. Por otra parte estos pintores tuvieron exposiciones individuales y colectivas en Estados Unidos, principalmente en el MoMA de Nueva York y es conocido que Diego Rivera pintó un mural para los Rockefeller, que Orozco vendía sus pinturas en una galería de en NY y que Siqueiros fue nombrado asesor cultural del gobierno. En pocas palabras, lo que pudo tener de negatividad el muralismo, de contenido subversivo, fue anulado en su aceptación y promoción total por parte del poder.
Como bien dice Marcuse “la dominación tiene su propia estética y la dominación democrática tiene su estética democrática” (Marcuse, p. 95). Igual entra el Pop Art que el Dadá alemán así como en México daba lo mismo el Realismo Socialista que el arte semi-figurativo (de Tamayo). Siguiendo la lógica capitalista el arte sucumbe a la racionalidad técnica convirtiéndose en mercancía en cuyo consumo se logra una satisfacción (enajenada) en el consumidor, satisfacción que es “lograda de un modo que genera sumisión y debilita la racionalidad de la protesta” (Marcuse, p. 105). Así, se logra una falsa sublimación del deseo a través del consumismo. Es notorio, por ejemplo, escuchar a las personas que aseguran haber experimentado el “placer” que genera comprar obras de arte (en el contexto de las ferias de arte y las casas de subastas), el cual incluso es exponencialmente mayor si se trata de una obra realmente costosa. Sin embargo lo que genera placer es la compra en si (el consumo) no la obra, trivializando consecuentemente su contenido (que puede ser subversivo o no) ¿Es que ya se ha perdido toda trascendencia del arte? De alguna forma me sigue molestado escuchar que ahora el arte se compra como una buena inversión monetaria. No es que se haya perdido la experiencia estética, más bien sucede que el arte ha entrado de lleno al régimen del capital, al mundo de lo real, de la mercancía.
2. Resistencia simbólica.
Trato de transformar la realidad con sus propias reglas
Gabriel Orozco
Volvamos a la pregunta inicial: ¿realmente no hay trasgresión posible desde el arte? Si bien coincido con Marcuse en que el arte ya no tiene la capacidad inmediata de negatividad (contra el sistema), en que una obra de arte individual ya no puede transgredir significativamente por si sola, yo todavía creo en la capacidad subversiva del arte. Y esto no lo digo desde una posición romántica de la cultura, ingenua o anacrónica. ¿En que reside entonces lo subversivo del arte? En su naturaleza simbólica.
Sabemos de la capacidad del hombre de producir símbolos. Para Jung esta capacidad está ligada directamente con el inconciente (colectivo), aclarando que “una palabra o una imagen es simbólica cuando representa algo más que su significado inmediato y obvio. Tiene un aspecto inconciente más amplio que nunca está definido con precisión o completamente explicado” (Jung, p. 18), siendo así el símbolo polisémico y multívoco. Ahora bien, el arte se presenta ante la racionalidad tecnológica del mundo como una operación simbólica de múltiples lecturas ya que sus condiciones de posibilidad son también inconcientes (parten del imaginario colectivo). En este sentido el arte subversivo, cuya negatividad ha sido neutralizada por el sistema, permanece en el imaginario pero en forma indicio o huella de negatividad, no como representación sino como gesto trasgresor. Con esto quiero decir que el contenido simbólico del arte, en este caso de resistencia, queda alojado en el imaginario colectivo de forma subliminal, pero latente, a la espera de su reactivación.
La diferencia frente la superestructura homogeneizadora debe de ser simbólica, ya que la pura representación como signo puede ser neutralizada. Lo simbólico siempre permite una lectura multidimensional. Por lo tanto la capacidad transgresora del arte no se encuentra en su apariencia evidente (en su contenido más obvio) sino en su estructura simbólica que aloja “huellas de negatividad” desde lo visual[3]. Ahora, en la acumulación y condensación de estas “huellas” en la cultura devendría necesariamente una reacción en el imaginario colectivo con una capacidad transformadora. Irónicamente esto es posible gracias a la difusión masiva de las artes. Pensemos en el cine por ejemplo. Podemos notar una gran producción de películas hollywoodenses con un tono disidente a las políticas norteamericanas (capitalistas): Blood Diamond de Edward Zwick, The Lord of the War de Andrew Niccol o Syriana de Stephen Gaghan. En estas películas no es tan importante la crítica directa que se haga al capitalismo como si lo es el gesto simbólico de evidenciar las fracturas del sistema: ahí reside no una negatividad frontal sino un indicio de negatividad que en su proliferación y acumulación provocan un cambio en la operación del sistema. Reactivan lo simbólico (arquetípico) del imaginario que se opone a la máxima racionalidad.
No podemos pensar que el sistema capitalista, a pesar de la “astucia de la razón” que ha desarrollado, sea infranqueable. Tiene puntos ciegos, contradicciones y fisuras que si son localizables y el arte los puede hacer evidentes. No se trata de que una obra suponga un “gran rechazo”[4] al sistema, este no se desestabiliza únicamente evidenciando una de sus fallas: es a partir de la sobreproducción de obras subversivas, en tanto dejan de forma latente una huella de negatividad en el inconciente colectivo (y por lo tanto en el individual), que se logra una afectación real. Lo que ahora puede parecer un tanto abstracto (y confuso), pues todavía no he logrado aterrizar con claridad estas ideas, puede quedar más claro regresando a Jung a través del análisis que Pablo Lazo hace en su libro Crítica del multiculturalismo. Resemantización de la multiculturalidad. Aquí me parece importante rescatar la idea del arquetipo y de la permanencia constante de lo simbólico bajo la racionalidad de la cultura, que es justo la razón por la que el arte tiene una ingerencia directa en su funcionamiento. Al respecto Lazo escribe que
Como la del cuerpo, esta memoria arcaica (el arquetipo) ha quedado soterrada bajo el predominio de los más recientes despliegues de la racionalidad y prácticas culturales modernas, pero de ninguna manera ha quedado inhabilitada y menos aún desaparecida. Su fuerza, su presencia, aunque ocluida y muchas veces invisible, es el núcleo de la dinámica justo de la racionalidad y las prácticas culturales que la quieren invisible y soterrada (Lazo, p. 4)
Mi lectura aquí sería que es un arquetipo simbólico el que opera en forma de resistencia en el arte disidente, ya que “responde más bien a añejas e inconcientes fuerzas instintivas de la naturaleza” (Lazo, p. 104) que se resisten al dominio de un sistema represivo (lo que Freud llama cultura superyóica). En otras palabras, la afectación que una obra de arte puede tener en el sistema panóptico es sólo por que se configura por una estructura arquetípica: la presentación simbólica de la subversión activa en el imaginario social un referente (yo lo llamo huella de negatividad) de verdadera subversión contra la represión cultural. Estos referentes simbólicos en conjunto representan una fuerza activa de cambio. Por lo tanto en el arte así como en otras manifestaciones culturales, termina diciendo Lazo, estaría “la potencia imaginaria, apenas señalada pero decisiva, de los contenidos simbólicos que Jung caracteriza como arquetipos” (Lazo, p. 105).
Para mi, la operación que el arte debe realizar no se trata tanto de “resemantizar” o resignificar las imágenes que han perdido su negatividad[5] sino más bien de sobre-producir contenido disidente, pues lo que tiene una ingerencia real en el imaginario cultural es el gesto simbólico de subversión. Las imágenes “resignificadas” podrían pervertirse de nuevo en la aceptación académica o política, volver a ser neutralizadas en su difusión y asimilación global. Por otra parte, al entender una negatividad latente en forma de huellas o indicios en el inconciente colectivo, se darían las condiciones de posibilidad para una mirada multidimencional de la cultura en tanto se tiende a llegar a una carga de negatividad acumulada que imposibilitaría que se sostuviera una única dimensión de realidad (alienada, homogeneizada). Aunque esto puede sonar como la profecía de un loco, esta dinámica opera constantemente propiciando nuevos espacios de reflexión. Podríamos decir que la sobreproducción de obra desde los años 60’s que toca el tema de la bomba atómica y la guerra nuclear permitió que en los 90’s apareciera obra que hable sobre la manipulación sistemática de los gobiernos a través del temor de guerra, por dar un ejemplo.
Como mencioné antes, yo no creo que el sistema panóptico capitalista sea infranqueable. Tampoco creo que podamos derrumbarlo a través de una Gran Revolución radical. Sólo se pueden propiciar cambios desde el mismo sistema, dejando rastros de negatividad latente de tal forma que el sistema se vuelva insostenible. La máxima racionalidad se pone a prueba en la activación de lo simbólico por gestos simbólicos (desde un arte altamente crítico). En este contexto se entiende también el arte conceptual: qué mejor forma de devolverle su sentido simbólico al arte que mediante rituales de cancelación de la plástica (lo que puede ser manipulado y pervertido). El Body Art, por ejemplo, regresa el acto plástico al cuerpo convirtiendo a cada acción preformativa en un gesto simbólico. Sin dudas esto representa un acto subversivo, luego neutralizado por la distribución de las imágenes del performance (fotografías, videos, documentales, diapositivas en cursos universitarios), pero el hecho de que surgiera la concepción del performance o del Body Art ya representa un indicio de negatividad presente en el imaginario.
Por otra parte, si bien la cultura acepta y mercantiliza el arte conceptual, al no ser entendido ni consumido todavía por la mayoría de las personas (como si sucede con el arte abstracto o el surrealismo) reestablece, en cierta medida, el papel de la alta cultura. ¿No sería entonces el medio propicio para un verdadero arte subversivo? El arte conceptual incluso ha indagado sobre la ontología misma del arte, estableciendo su lugar natural en la mente del artista y el espectador no en la obra material: el arte como puro símbolo activado por un referente real. Esto lo teoriza el escultor Sol Lewitt en su texto Párrafos sobre el arte conceptual tan temprano como en 1967[6]. Otras estrategias de la obra conceptual son la deconstrucción y las reintegraciones semióticas: propuestas que buscan justamente la multiplicidad de interpretaciones y lecturas estéticas, lo que sin duda marca un conflicto para una cultura de tendencias homogeneizadoras. La anti-música de John Cage (conciertos en los que presenta series de silencios) también resultaría, en este sentido, un reto simbólico para una cultura altamente racional.
Lo que estaríamos viendo aquí es una tendencia inconciente a construir estructuras simbólicas que contrasten el dominio superyóico del capitalismo. El arte (y en específico el arte conceptual) como una herramienta del inconciente colectivo para reestablecer lo simbólico a partir de indicios de negatividad latentes en el mismo sistema. Tal vez a lo que se llega si es a la resemantización del imaginario cotidiano que plantea Pablo Lazo, pero no como una acción del arte, más bien una reacción ante la condensación de indicios de negatividad que permite la permanencia de relecturas multidimencionales de la realidad/mundo. En conclusión hoy todavía podemos hablar de la trascendencia del arte ya que, por su naturaleza simbólica, aún tiene la capacidad de crear/alterar nuestros imaginarios. En esto consiste su rebelión.
[1] “Astucia de la razón”: término que Marcuse retoma de Hegel.
[2] Me refiero por supuesto al libro La obra de arte en la época de su reproductividad técnica de Walter Benjamín.
[3] Si bien queda la negatividad presente subliminalmente en el imaginario colectivo desde la visualidad, no es el único medio. Si pensamos por ejemplo en el arte conceptual o en el arte procesual, la experiencia que se desata a partir de la activación del concepto en la acción o la instalación también queda registrado en el inconciente colectivo como un gesto estético no como imagen.
[4] Pablo Lazo, citando a lanceros, escribe que no hay un “Gran rechazo” al Gran Hermano vigilante “sino múltiples relaciones de resistencia, que corresponden, agrego aquí, a la existencia de muchas formas de ser cultural que modifican dinámicamente al campo social del poder” (Lazo, p. 50).
[5] Esto lo escribo en relación con lo que Pablo Lazo propone como “clave de salida de lo que podríamos llamar el panóptico capitalista, o de entrada por salida para decirlo como García Canclini: resignificar las imágenes que han perdido su riqueza de sentido en esa repetición de los sistemas de la sociedad disciplinaria, en esa connotación morbosa, con actos realmente creativos de significación” (Lazo, p. 70).
[6] Se puede consultar vía Internet en la página: http://www.lasonora.org/pdfs/album1/parrafossobrearteconceptaul.pdf
lunes, 14 de febrero de 2011
Los límites de la subjetividad en la trilogía Tres colores de Kryztof Kieslowski
Si como dice Deleuze, “el cine es una nueva práctica de las imágenes y los signos, y la filosofía ha de hacer su teoría como práctica conceptual”[1], la historia del arte como disciplina privilegiada en el estudio de imágenes y de signos, pero también de conceptos relacionados, puede lograr una aproximación estética y epistemológica de la práctica cinematográfica como manifestación artística. Una vinculación, a través de las imágenes-concepto, entre el discurso visual y el discurso conceptual desde un contexto (espacio-tiempo) determinado. En este sentido, valdría la pena comenzar mi estudio de la trilogía de Kryztof Kieslowski Tres colores: Azul, Blanco y Rojo, dilucidando cuál es el modelo epistemológico a partir del cual el director construye su discurso fílmico, fijándonos en la estructura cinematográfica: como se relacionan las imágenes-concepto entre sí y con la totalidad discursiva. De esta forma es posible generar una lectura de la imagen en su lugar dentro del sistema de significados que edifican la película y no únicamente como una representación aislada, detenida en el tiempo y en el movimiento. Con esto no quiero decir que la imagen cinematográfica descontextualizada no pueda generar sentido (o significado) por si misma. Es claro que se puede hacer un trabajo enfocado únicamente en la fotografía de una película, con una aproximación que puede ir desde la iconográfica hasta la semiótica, y sin embargo siendo el objetivo de este ensayo proponer una lectura del pensamiento estético de Kieslowski es fundamental pensar a la imagen como concepto integrado.
Con Tres colores: Azul, Blanco y Rojo, Kieslowski toma como punto de partida para una reflexión sobre el hombre (tema que siempre le ha interesado) tres de los ideales-conceptos fundadores de la modernidad: la libertad, la igualdad y la fraternidad; replanteándolos a partir de su aplicación en la sociedad contemporánea. Esto conlleva necesariamente a la incursión de otros conceptos significativos para la sociedad de finales del siglo XX, que al mismo tiempo son los que hacen evidentes el tema central de la trama. Por ejemplo, para Tres colores: Azul, primer película de la trilogía que desarrolla el tema de la libertad, conceptos como la pérdida, el aislamiento, la creación (musical-artística), la separación, el encuentro y la justicia, detonan la problemática de la libertad en términos reales y cotidianos. “¿Quién posee realmente la libertad?”, se pregunta Kieslowski. Para la segunda película, Tres colores: Blanco, los conceptos que le permiten al director construir su reflexión sobre la igualdad, no azarosamente, son conceptos que en su aplicación marcan la desigualdad: la incomunicación, la crueldad (frente al amor), la pobreza y la riqueza como determinantes de acción, la injusticia y finalmente el encierro. La pregunta ahora es “¿quiénes son iguales a nosotros y quienes diferentes?”. Por último, Tres colores: Rojo, cierra la trilogía a partir de conceptos básicos sobre la condición social humana: la comunicación, la justicia o la intimidad, que resultan determinantes para la construcción de sociedad, y a partir de los cuales la fraternidad aparece como una necesidad frente a la vida en comunidad. “Para quienes , la fraternidad es un bien común?”[2].
Cada película presenta una trama distinta. Historias particulares que devienen en reflexiones sobre diferentes problemáticas humanas. Pero no por ello debemos ver a la trilogía de Kieslowski como tres unidades independientes que sólo se relacionan en tratar cada uno de los tres ideales (símbolos) fundacionales de la sociedad moderna occidental. Tres colores: Azul, Blanco y Rojo, son una misma unidad discursiva. Una sola reflexión sobre el hombre (como individuo) y sobre la sociedad (el hombre frente al otro). A partir del desarrollo de distintos personajes, el director problematiza sobre la vigencia de los preceptos de la modernidad en la vida diaria. Es una reflexión integral. Cada una de las películas están intrínsecamente relacionadas entre sí, interconectadas a través de conceptos e imágenes. Cuando le preguntaron en una entrevista a Krystof Kieslowsi cómo concebía a las películas relacionadas entre ellas el contestó:
We looked very closely at the tree ideas, how they functioned in everyday life, but from an individual’s point of view. These ideas are contradictory with human nature. When you deal with them practically, you do not know how to live with them. Do people really want liberty, equality, fraternity? Is it not some manner of speaking? We always take the individual, personal point of view.[3]
En esta declaración nos damos cuenta de que para Kieslowski la afectación individual, subjetiva, de los preceptos sociales (que incluyen los tres ideales modernos de libertad, igualdad y fraternidad) es la clave para poder replantear su vigencia hoy, y es esta afectación la que se nos presenta a través de los diferentes personajes en las películas. Ahora, las conexiones, visuales y conceptuales, a partir de las cuales se interrelacionan las tres partes de la trilogía (dándole unidad al discurso), Kieslowski las realiza a partir de un sistema de tipo rizomático. Por una parte no se sigue un orden jerárquico o lineal en las películas. Bien se puede comenzar por Tres colores: Azul que por Tres colores: Rojo o Tres colores: Blanco, y así verlas en el orden que se quiera. Igualmente, los conceptos medulares o significativos de las cintas (que podríamos ver como nodos) se pueden conectar entre ellos, y por lo tanto entre las películas. La reflexión que se realiza sobre la justicia en Tres colores: Rojo, por ejemplo, la podemos relacionar con el juicio de divorcio de Karol en Tres colores: Blanco (la injusticia radica en que él lo pierde todo y Dominique se lo queda) o con la injusticia que para Julie representa el que Oliver termine la Sinfonía de su esposo muerto en Tres colores: Azul. Hay que recordar que en las tres películas aparece por lo menos una escena en un juzgado. Tal vez esto se deba a que Kieslowski, en su intención de analizar al hombre y de cierta forma su esencia, utiliza conceptos vitales-universales en el sentido de que son aplicables indistintamente en las tres tramas (en los personajes). ¿Quién nunca ha vivido la injusticia?, o ¿quién nunca ha tenido problemas de comunicación?, o ¿quién nunca ha sentido compasión?
Este sistema de construcción cinematográfica (que es de pensamiento) permite también generar una deconstrucción de las tres ideas-concepto que trata Kieslowski: libertad, igualdad y fraternidad, para plantearlos en términos de la subjetividad. Esto quiere decir, que permite desmontar los tres ideales de la modernidad (como una construcción intelectual) por medio de su análisis, mostrando así contradicciones y ambigüedades a través de situaciones particulares y subjetivas. En las tres películas se puede abordar el hecho de la libertad desde tres situaciones diferentes. Para Julie, la libertad fue desprenderse de su anterior vida y volver a amar, para Karol fue encerrar a Dominique y para Veronique fue tomar el ferry hacia Inglaterra. ¿Entonces, qué es la libertad?. ¿Y la igualdad y la fraternidad? Las respuestas en la trilogía tienen distintas líneas de fuga, abriéndose las posibilidades (detonándose) a partir del sistema planteado. La solución no te la pretende dar Kieslowski, el te hace las preguntas. Deleuze y Guattarí advertían en la introducción de su Anti-Edipo: “¡Haced Rizoma y no raíz, no plantéis nunca!”[4], y la trilogía hace rizoma, dando diferentes sentidos en las subjetividades.
Los límites de la subjetividad individual, tanto de los personajes como del espectador, se ven modificados a partir de las dinámicas de intercambio y desplazamiento de las diferentes posibilidades de significado que presentan los conceptos (simbólicos) de libertad, igualdad y fraternidad en las películas. Así, el cine de Kieslowski como una práctica artística relacional se debe ver, como lo plantea Nicolás Bourriaud haciendo lectura de los textos de Guattari, “en relación con la historia del arte, tomando en cuenta el valor político de las formas [conceptos], lo que llamo ‘el criterio de coexistencia’, a saber: la transposición de experiencia de vida de los espacios [cinemáticos] construidos o representados por el artista, la proyección de lo simbólico en lo real”[5]. En efecto en el cine de Kieslowski , que se puede leer a partir del vitalismo nietzscheano (de la invención de posibilidades de vida) lo simbólico se representa a partir de la construcción de los espacios cinemáticos y se enfatiza mediante dispositivos estéticos como lo es la música. Así, los lugares, los colores que utiliza en la fotografía, los gestos, los acercamientos de la rostreidad de los personajes, o objetos especiales, son el medio por el que Kieslowski plantea su discurso simbólico.
Un ejemplo magistral de lo simbólico a partir de una escena cinematográfica (lo estético) en la trilogía de Kieslowski la encontramos en la última escena-secuencia de Tres colores: Azul. Su inicio, enfatizado con la música de Preisner, se reconoce por la desaparición de la imagen, por un fondo negro, vacío. De él surge gradualmente el rostro de la protagonista mientras tiene sexo con Olivier, visible a través del vidrio de una pecera en el que se presiona su rostro. Después, en la misma secuencia, otro fondo negro seguido por la imagen azulada de un reloj despertador que esta sonando. El joven que presenció el accidente al principio de la película, iluminado de azul, lo apaga y se mantiene inmóvil, pensativo, mientras va a pareciendo en su habitación la imagen de un compositor imaginario[6] y el póster de un beso a punto de ser dado, que se pierden por otro fondo negro. Ahora la imagen que a parece es el reflejo rojizo de la madre de Julie, primero, y después un acercamiento a su rostro triste, melancólico. En un segundo plano se distingue una enfermera que corre a su presencia desde un exterior verde e iluminado, contrastante. Así entra otro fondo negro, del que lentamente se distinguen bailarinas exóticas iluminadas de rojo en pleno baile. El espacio ahora es un tabledance, en el que aparece un close up del rostro de la amiga prostituta de Julie, entre las sombras. Otro fondo negro y ahora aparece el ultrasonido (azul) del bebe que tiene la amante del esposo. Después, que de desaparece la imagen nuevamente, con un silencio prolongado, un acercamiento del ojo de Julie y finalmente, tras una última imagen vacía, el rostro de Julie llorando. Se termina la película.
Sin duda en esta escena podemos encontrar una gran cantidad imágenes significativas, simbólicas, a partir de las cuales se puede interpretar la secuencia. No es un final claro, y sin embargo si nos permite generar una relación con las otras dos películas de la trilogía. Así, como Tres colores: Azul termina con Julie llorando, Tres colores: Blanco termina con Farol llorando y Tres colores: Rojo termina con el Juez Joseph llorando. Pero ¿por qué lloran? Como dice Bourriaud, “una vez expuesta, la obra abandona el mundo de lo artificial, todo en ella depende de la interpretación”[7]. Kiesloeski busca presentarnos una realidad a partir de lo ficticio, y lo simbólico funciona como el medio de relacionarnos con lo que está más allá de la imagen, con el pensamiento. ¿Qué significa el llanto final en las películas?, ¿la liberación de Julie?, ¿el haber logrado, mediante el ajuste de cuentas, ¿igualdad entre farol y Dominique?, ¿el que el Juez finalmente halla podido fraternizar con otro? No importa, por que al final es una exploración del alma humana. Cuando le preguntaron a Kieslowski que trataba de capturar en sus películas la respuesta fue clara: “Perhaps the soul. In any case, a truth which I myself haven’t found. Maybe time that flees and can never be caught”[8].
Tal vez, es por su afán de capturar una incógnita y no una verdad inmutable, que en sus películas Kiesloeski busca oponer y confrontar elementos que hagan evidente la problemática de los conceptos que explora. Para la trilogía Tres colores: Azul, Blanco y Rojo, el amor es el dispositivo a partir del cual la libertad, la igualdad y la fraternidad entran en tensión. Kieslowski lo dice: “in my work, love is always in opposition to the elements. It creates dilemas. It brings in suffering. We can’t live whit it, and we can’t live without it. You’ll rerely find a happy ending in my work”. Esta confrontación es visible en las imágenes que el director construye. Por ejemplo, las escenas en las que Karol, en Tres colores: Blanco, observa de forma voyourista a Veronique a través de la ventana de su casa y de la ventana de su celda en la prisión. Él la ama, y sin embargo no pueden estar juntos, lo que al final logra la igualdad entre ambos. De la misma forma, el que Valentine sólo se pueda comunicarse por teléfono con su amante, que estén distanciados sin poder estar juntos (ni siquiera al final), muestra la forma en que el concepto amor trabaja en el cine de Kieslowski. Es el amor el que genera la tensión, vital, de las tramas.
Volviendo a la estructura de la trilogía, es interesante también ver como Kieslowski retoma la triada hegeliana de “familia, sociedad civil y nación (Estado)” para reflexionar sobre la afectación de cada una de estas tres figuras sociales en la experiencia de la libertad, la igualdad y la fraternidad de los protagonistas. Pero esto no lo hace, al contrario de lo que opina Zizek[9], desarrollándola en cada una de las películas, como si lo hace Michael Haneke en su trilogía sobre la violencia. Kieslowski, más bien, toma la triada hegeliana como sistemas-mecanismos de afectación de la subjetividad. Por ejemplo, en Tres colores: Azul, la familia aparece como el factor determinante en la búsqueda de la libertad, ya que es a partir de la pérdida de su esposo e hija que Julie se encuentra con la necesidad de liberación. Y en Tres colores: Rojo, la conflictiva familia de Valentine (que no aparece pero se menciona) es un factor determinante en la fraternidad que genera con el Juez. Igualmente la comunidad es relevante en esta película, por que es a partir de su espionaje que el juez logra fraternizar con la modelo. Por otra parte, la nación aparece a partir de la idea de ley, que tanto en Tres colores: Blanco como en Tres colores: Rojo, es fundamental: en la primera en el juicios de divorcio de Karol y Veronique y en la segunda en el juicio de la comunidad contra el Juez. Recordemos otra vez que en las tres películas el juzgado es un espacio cinemático constante. Podríamos decir que los personajes experimentan la libertad, la igualdad y la fraternidad a través de la familia, la comunidad y la nación, que son al mismo tiempo territorios que definen su propia subjetividad.
Al replantear tres de los ideales fundadores de la modernidad: la libertad, la igualdad y la fraternidad, Kieslowski presenta su desmitificación, les quita el aura simbólica confrontándolos con la vida cotidiana. Si bien se preguntaba “¿quién posee realmente la libertad?, ¿quiénes son iguales a nosotros y quiénes son diferentes?, y ¿para quiénes, la fraternidad es un bien común?” , no lo hacia con el fin de lograr una respuesta reveladora, sino buscando generar una reflexión sobre la vigencia de muchos de los preceptos que regulan el modelo de “vida ideal” de la sociedad, y que ya no se pueden pensar como sagrados (recordemos su reflexión sobre la ley divina en el Decálogo). Por lo tanto, la construcción estética de la trilogía de Kieslowski a partir de imágenes-concepto interconectadas y de gran impacto visual y auditivo, responde a un pensamiento que busca, más que el retrato de una verdad, “abrir un campo de posibilidades, multiplicar los puntos de vista y no ofrecer una mirada única”[10] del mundo, de la sociedad y del hombre.
[1] Deleuze, Gilles. La imagen-tiempo: estudios sobre cine II, Barcelona: Paidós, 1996, p. 371.
[2] Kieslowski, Kryztof. Tres colores: Azul, Blanco y Rojo. México: MK2 y Quality Films, 2008.
[3] Entrevista tomada de http://www.musicolog.com/kieslowski_interview.asp el 10 de mayo del 2010.
[4] Deleuze, Gilles, Félix Guattari. Rizoma. Introducción, Valencia: Pre-textos, 2000.
[5] Bourriaud, Nicolás. Estética relacional, Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editora, 2008, p. 103.
[6] Van Den Budenmeyer aparece en las películas de Kieslowski como un compositor holandés barroco. Sin embargo es un personaje ficticio inventado, tal vez en forma de broma, por el director.
[7] Bourriaud, Op. cit. p. 105.
[8] Entrevista tomada de http://www.musicolog.com/kieslowski_interview.asp el 10 de mayo del 2010.
[9] Zizek, en su texto LACRIMAE RERUM, también considera que se pede relacionar la trilogía de Kieslowski con la triada hegeliana, pero relacionando la familia, la sociedad civil y el estado con cada una de las películas en particular: “Azul lleva a cabo la reconciliación al nivel de la familia íntima, en la forma de un amor inmediato; Blanco lleva a cabo la única reconciliación posible en la sociedad civil, es decir, la igualdad formal, el "ajuste de cuentas"
[10] Vicente Martines, Rosario de. El color de la justicia, Valencia: Tirant lo blanch, 2003, p. 21.