martes, 28 de junio de 2011

LA REBELIÓN DEL ARTE



1. La imposibilidad subversiva del arte.

El progreso técnico, extendido hasta ser todo un sistema de dominación y coordinación, crea formas de vida (y de poder) que parecen reconciliar las fuerzas que se oponen al sistema y derrotar o refutar toda protesta en nombre de las perspectivas históricas de liberación del esfuerzo y la dominación. (Marcuse, p. 22)

¿Realmente hoy ya no podemos hablar de un arte trasgresor? Sin lugar a dudas la tesis que presenta Herbert Marcuse en su libro El hombre unidimensional plantea una importante problemática para la teoría del arte contemporáneo. Si entendemos, al igual que lo hace el autor, que el sistema capitalista altamente tecnologizado ha generado una “astucia”[1] de dominación en la que cualquier oposición es absorbida por el sistema y finalmente neutralizada, cualquier intento de subversión sería anulado. Se trata de una razón tecnológica que ha devenido a razón política (Marcuse, p. 27), con el objetivo de lograr la homogenización de las diferencias. La máxima racionalidad llevada a la irracionalidad total de la cultura. De forma que la oposición a la ideología se vuelve un objeto de consumo: al ser aceptada la disidencia social por la democracia capitalista como “lucha social” o “izquierda política”, validada por el supuesto pluralismo de nuestra cultura, su negatividad (contra el sistema) es reducida a afirmación capitalista. Así podemos comprar playeras con la cara del Ché, libros anárquicos vía e-bay o chamarras tipo comunistas (con la hoz y el martillo bordados) made in Taiwán, marca Zara. Un panorama terrible.

En ese sentido, para Marcuse, también la “alta cultura” ha perdido su capacidad de diferenciarse de la realidad social ya que se ha incorporado totalmente “al orden establecido, mediante su reproducción y distribución en una escala masiva” (Marcuse, p. 87). Lo ideal (así como lo radical) en arte se ha asimilado con la realidad capitalista, se ha convertido en un instrumento de esta realidad. Si antes las artes se presentaban como la dimensión conciente de la existencia alienada (ya que operaba en el reino de lo idílico), como un medio de sublimación, ahora “las obras alienadas y alienantes de la cultura intelectual se hacen bienes y servicios familiares (Marcuse, p. 91) a partir de su reproducción y consumo masivos. Si ya nos había hablado Walter Benjamín sobre la pérdida del aura de la obra de arte por su reproductividad técnica[2], Marcuse nos afirma que esta pérdida significa la invalidación de su fuerza subversiva. Ahora todas las obras artísticas, por más reaccionarias o contradictorias que parezcan, pueden coexistir en la sociedad bajo la trampa del “pluralismo armonizador”, cediendo toda su fuerza negativa. Como explica el autor:

Han sido privados de su fuerza antagonista, de la separación que era la dimensión misma de su verdad. Así la intención y la función de esas obras ha sido fundamentalmente cambiada. Si alguna vez se levantaron en contradicción con el statu quo, esta contradicción es anulada ahora. (Marcuse, p. 94)

Parece desquiciado afirmar que en su falta de negatividad el arte más que sublimación del individuo funcionara como represión, como un agente efectivo del sistema. Sin embargo resulta muy difícil de refutar cuando tenemos casos tan claros y conocidos como el muralismo mexicano. Por una parte sus representantes, entre los cuales los más conocidos son Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y José Clemente Orozco, eran todos comunistas autodeclarados, miembros del Sindicato de obreros técnicos, pintores y escultores así como del Partido Comunista Mexicano. Sus pinturas tenían como tema las injusticias sociales, la explotación del obrero y el campesino, la revolución armada así como los vicios de la cultura burguesa. Su postura además era expuesta a través de manifiestos, en donde encontramos declaraciones tan tajantes como que el país se dividía en dos realidades:

de un lado la revolución social más ideológicamente organizada que nunca, y del otro lado la burguesía armada: soldados del pueblo, campesinos y obreros armados que defienden sus derechos humanos contra soldados del pueblo arrastrados con engaños o forzados por jefes militares políticos vendidos a la burguesía. De lado de ellos, los explotadores del pueblo. (Manifiesto, p. 2)

Sin embargo, aún cuando sus obras pretendían ser contrarias al capitalismo burgués, sus propuestas fueron anuladas y revertidas con una frialdad y eficacia excepcional. Debemos de recordar que la mayor parte de los murales fueron encargados por el gobierno mexicano para revestir los muros de los edificios públicos. Así, el muralismo se convirtió en el arte oficial y sus pintores en los representantes de México frente al exterior. Fueron los muralistas, por ejemplo, los que representaron al país en la Bienal de Venecia de 1950. También fueron incluidos en la magna Exposición de arte mexicano que se presentó en París, Estocolmo y Londres de 1952 a 1953. Por otra parte estos pintores tuvieron exposiciones individuales y colectivas en Estados Unidos, principalmente en el MoMA de Nueva York y es conocido que Diego Rivera pintó un mural para los Rockefeller, que Orozco vendía sus pinturas en una galería de en NY y que Siqueiros fue nombrado asesor cultural del gobierno. En pocas palabras, lo que pudo tener de negatividad el muralismo, de contenido subversivo, fue anulado en su aceptación y promoción total por parte del poder.

Como bien dice Marcuse “la dominación tiene su propia estética y la dominación democrática tiene su estética democrática” (Marcuse, p. 95). Igual entra el Pop Art que el Dadá alemán así como en México daba lo mismo el Realismo Socialista que el arte semi-figurativo (de Tamayo). Siguiendo la lógica capitalista el arte sucumbe a la racionalidad técnica convirtiéndose en mercancía en cuyo consumo se logra una satisfacción (enajenada) en el consumidor, satisfacción que es “lograda de un modo que genera sumisión y debilita la racionalidad de la protesta” (Marcuse, p. 105). Así, se logra una falsa sublimación del deseo a través del consumismo. Es notorio, por ejemplo, escuchar a las personas que aseguran haber experimentado el “placer” que genera comprar obras de arte (en el contexto de las ferias de arte y las casas de subastas), el cual incluso es exponencialmente mayor si se trata de una obra realmente costosa. Sin embargo lo que genera placer es la compra en si (el consumo) no la obra, trivializando consecuentemente su contenido (que puede ser subversivo o no) ¿Es que ya se ha perdido toda trascendencia del arte? De alguna forma me sigue molestado escuchar que ahora el arte se compra como una buena inversión monetaria. No es que se haya perdido la experiencia estética, más bien sucede que el arte ha entrado de lleno al régimen del capital, al mundo de lo real, de la mercancía.

2. Resistencia simbólica.

Trato de transformar la realidad con sus propias reglas

Gabriel Orozco

Volvamos a la pregunta inicial: ¿realmente no hay trasgresión posible desde el arte? Si bien coincido con Marcuse en que el arte ya no tiene la capacidad inmediata de negatividad (contra el sistema), en que una obra de arte individual ya no puede transgredir significativamente por si sola, yo todavía creo en la capacidad subversiva del arte. Y esto no lo digo desde una posición romántica de la cultura, ingenua o anacrónica. ¿En que reside entonces lo subversivo del arte? En su naturaleza simbólica.

Sabemos de la capacidad del hombre de producir símbolos. Para Jung esta capacidad está ligada directamente con el inconciente (colectivo), aclarando que “una palabra o una imagen es simbólica cuando representa algo más que su significado inmediato y obvio. Tiene un aspecto inconciente más amplio que nunca está definido con precisión o completamente explicado” (Jung, p. 18), siendo así el símbolo polisémico y multívoco. Ahora bien, el arte se presenta ante la racionalidad tecnológica del mundo como una operación simbólica de múltiples lecturas ya que sus condiciones de posibilidad son también inconcientes (parten del imaginario colectivo). En este sentido el arte subversivo, cuya negatividad ha sido neutralizada por el sistema, permanece en el imaginario pero en forma indicio o huella de negatividad, no como representación sino como gesto trasgresor. Con esto quiero decir que el contenido simbólico del arte, en este caso de resistencia, queda alojado en el imaginario colectivo de forma subliminal, pero latente, a la espera de su reactivación.

La diferencia frente la superestructura homogeneizadora debe de ser simbólica, ya que la pura representación como signo puede ser neutralizada. Lo simbólico siempre permite una lectura multidimensional. Por lo tanto la capacidad transgresora del arte no se encuentra en su apariencia evidente (en su contenido más obvio) sino en su estructura simbólica que aloja “huellas de negatividad” desde lo visual[3]. Ahora, en la acumulación y condensación de estas “huellas” en la cultura devendría necesariamente una reacción en el imaginario colectivo con una capacidad transformadora. Irónicamente esto es posible gracias a la difusión masiva de las artes. Pensemos en el cine por ejemplo. Podemos notar una gran producción de películas hollywoodenses con un tono disidente a las políticas norteamericanas (capitalistas): Blood Diamond de Edward Zwick, The Lord of the War de Andrew Niccol o Syriana de Stephen Gaghan. En estas películas no es tan importante la crítica directa que se haga al capitalismo como si lo es el gesto simbólico de evidenciar las fracturas del sistema: ahí reside no una negatividad frontal sino un indicio de negatividad que en su proliferación y acumulación provocan un cambio en la operación del sistema. Reactivan lo simbólico (arquetípico) del imaginario que se opone a la máxima racionalidad.

No podemos pensar que el sistema capitalista, a pesar de la “astucia de la razón” que ha desarrollado, sea infranqueable. Tiene puntos ciegos, contradicciones y fisuras que si son localizables y el arte los puede hacer evidentes. No se trata de que una obra suponga un “gran rechazo”[4] al sistema, este no se desestabiliza únicamente evidenciando una de sus fallas: es a partir de la sobreproducción de obras subversivas, en tanto dejan de forma latente una huella de negatividad en el inconciente colectivo (y por lo tanto en el individual), que se logra una afectación real. Lo que ahora puede parecer un tanto abstracto (y confuso), pues todavía no he logrado aterrizar con claridad estas ideas, puede quedar más claro regresando a Jung a través del análisis que Pablo Lazo hace en su libro Crítica del multiculturalismo. Resemantización de la multiculturalidad. Aquí me parece importante rescatar la idea del arquetipo y de la permanencia constante de lo simbólico bajo la racionalidad de la cultura, que es justo la razón por la que el arte tiene una ingerencia directa en su funcionamiento. Al respecto Lazo escribe que

Como la del cuerpo, esta memoria arcaica (el arquetipo) ha quedado soterrada bajo el predominio de los más recientes despliegues de la racionalidad y prácticas culturales modernas, pero de ninguna manera ha quedado inhabilitada y menos aún desaparecida. Su fuerza, su presencia, aunque ocluida y muchas veces invisible, es el núcleo de la dinámica justo de la racionalidad y las prácticas culturales que la quieren invisible y soterrada (Lazo, p. 4)

Mi lectura aquí sería que es un arquetipo simbólico el que opera en forma de resistencia en el arte disidente, ya que “responde más bien a añejas e inconcientes fuerzas instintivas de la naturaleza” (Lazo, p. 104) que se resisten al dominio de un sistema represivo (lo que Freud llama cultura superyóica). En otras palabras, la afectación que una obra de arte puede tener en el sistema panóptico es sólo por que se configura por una estructura arquetípica: la presentación simbólica de la subversión activa en el imaginario social un referente (yo lo llamo huella de negatividad) de verdadera subversión contra la represión cultural. Estos referentes simbólicos en conjunto representan una fuerza activa de cambio. Por lo tanto en el arte así como en otras manifestaciones culturales, termina diciendo Lazo, estaría “la potencia imaginaria, apenas señalada pero decisiva, de los contenidos simbólicos que Jung caracteriza como arquetipos” (Lazo, p. 105).

Para mi, la operación que el arte debe realizar no se trata tanto de “resemantizar” o resignificar las imágenes que han perdido su negatividad[5] sino más bien de sobre-producir contenido disidente, pues lo que tiene una ingerencia real en el imaginario cultural es el gesto simbólico de subversión. Las imágenes “resignificadas” podrían pervertirse de nuevo en la aceptación académica o política, volver a ser neutralizadas en su difusión y asimilación global. Por otra parte, al entender una negatividad latente en forma de huellas o indicios en el inconciente colectivo, se darían las condiciones de posibilidad para una mirada multidimencional de la cultura en tanto se tiende a llegar a una carga de negatividad acumulada que imposibilitaría que se sostuviera una única dimensión de realidad (alienada, homogeneizada). Aunque esto puede sonar como la profecía de un loco, esta dinámica opera constantemente propiciando nuevos espacios de reflexión. Podríamos decir que la sobreproducción de obra desde los años 60’s que toca el tema de la bomba atómica y la guerra nuclear permitió que en los 90’s apareciera obra que hable sobre la manipulación sistemática de los gobiernos a través del temor de guerra, por dar un ejemplo.

Como mencioné antes, yo no creo que el sistema panóptico capitalista sea infranqueable. Tampoco creo que podamos derrumbarlo a través de una Gran Revolución radical. Sólo se pueden propiciar cambios desde el mismo sistema, dejando rastros de negatividad latente de tal forma que el sistema se vuelva insostenible. La máxima racionalidad se pone a prueba en la activación de lo simbólico por gestos simbólicos (desde un arte altamente crítico). En este contexto se entiende también el arte conceptual: qué mejor forma de devolverle su sentido simbólico al arte que mediante rituales de cancelación de la plástica (lo que puede ser manipulado y pervertido). El Body Art, por ejemplo, regresa el acto plástico al cuerpo convirtiendo a cada acción preformativa en un gesto simbólico. Sin dudas esto representa un acto subversivo, luego neutralizado por la distribución de las imágenes del performance (fotografías, videos, documentales, diapositivas en cursos universitarios), pero el hecho de que surgiera la concepción del performance o del Body Art ya representa un indicio de negatividad presente en el imaginario.

Por otra parte, si bien la cultura acepta y mercantiliza el arte conceptual, al no ser entendido ni consumido todavía por la mayoría de las personas (como si sucede con el arte abstracto o el surrealismo) reestablece, en cierta medida, el papel de la alta cultura. ¿No sería entonces el medio propicio para un verdadero arte subversivo? El arte conceptual incluso ha indagado sobre la ontología misma del arte, estableciendo su lugar natural en la mente del artista y el espectador no en la obra material: el arte como puro símbolo activado por un referente real. Esto lo teoriza el escultor Sol Lewitt en su texto Párrafos sobre el arte conceptual tan temprano como en 1967[6]. Otras estrategias de la obra conceptual son la deconstrucción y las reintegraciones semióticas: propuestas que buscan justamente la multiplicidad de interpretaciones y lecturas estéticas, lo que sin duda marca un conflicto para una cultura de tendencias homogeneizadoras. La anti-música de John Cage (conciertos en los que presenta series de silencios) también resultaría, en este sentido, un reto simbólico para una cultura altamente racional.

Lo que estaríamos viendo aquí es una tendencia inconciente a construir estructuras simbólicas que contrasten el dominio superyóico del capitalismo. El arte (y en específico el arte conceptual) como una herramienta del inconciente colectivo para reestablecer lo simbólico a partir de indicios de negatividad latentes en el mismo sistema. Tal vez a lo que se llega si es a la resemantización del imaginario cotidiano que plantea Pablo Lazo, pero no como una acción del arte, más bien una reacción ante la condensación de indicios de negatividad que permite la permanencia de relecturas multidimencionales de la realidad/mundo. En conclusión hoy todavía podemos hablar de la trascendencia del arte ya que, por su naturaleza simbólica, aún tiene la capacidad de crear/alterar nuestros imaginarios. En esto consiste su rebelión.


[1] “Astucia de la razón”: término que Marcuse retoma de Hegel.

[2] Me refiero por supuesto al libro La obra de arte en la época de su reproductividad técnica de Walter Benjamín.

[3] Si bien queda la negatividad presente subliminalmente en el imaginario colectivo desde la visualidad, no es el único medio. Si pensamos por ejemplo en el arte conceptual o en el arte procesual, la experiencia que se desata a partir de la activación del concepto en la acción o la instalación también queda registrado en el inconciente colectivo como un gesto estético no como imagen.

[4] Pablo Lazo, citando a lanceros, escribe que no hay un “Gran rechazo” al Gran Hermano vigilante “sino múltiples relaciones de resistencia, que corresponden, agrego aquí, a la existencia de muchas formas de ser cultural que modifican dinámicamente al campo social del poder” (Lazo, p. 50).

[5] Esto lo escribo en relación con lo que Pablo Lazo propone como “clave de salida de lo que podríamos llamar el panóptico capitalista, o de entrada por salida para decirlo como García Canclini: resignificar las imágenes que han perdido su riqueza de sentido en esa repetición de los sistemas de la sociedad disciplinaria, en esa connotación morbosa, con actos realmente creativos de significación” (Lazo, p. 70).

[6] Se puede consultar vía Internet en la página: http://www.lasonora.org/pdfs/album1/parrafossobrearteconceptaul.pdf